© Tamara Díaz
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LOS CAMBIOS LLEGAN SIN MÁS.
El camino hasta su casa nunca le había parecido tan largo. El viento soplaba con fuerza haciendo que la nieve volase hasta su cara y se derritiese al contacto con la piel cálida de la muchacha que corría con agilidad por el camino embarrado y cubierto de nieve sucia que conducía a la gran casa en la que vivía. Sabía que sus padres tenían normas estrictas y una de esas normas tenía que ver con la puntualidad para la cena. No podía llegar tarde. Aceleró el paso cuando el lejano repicar de las campanas de la Iglesia llegó hasta ella anunciando que ya eran las seis y media de la tarde. Sólo quedaban pocos metros. Ya veía la cancela de color blanco, las luces de la casa como un faro en la noche, el humo saliendo por la chimenea… Un suspiro de victoria se escapó de entre sus labios cuando alcanzó el picaporte y lo giró descubriendo que aún no habían cerrado la puerta.
La muchacha entró en la casa, sintiendo el calor reconfortando sus músculos agotados por la carrera. Sacudió las botas y, tras quitárselas, las depositó con cuidado junto a la puerta antes de recorrer el pasillo que la llevaría al comedor. La mesa estaba abarrotada de libros y su hermano sonrió al verla entrar por la puerta, con las mejillas arreboladas por el esfuerzo y el pelo despeinado por el viento.
- ¿Hoy has conseguido llegar a la hora, hermanita? –preguntó él, enseñando su magnifica dentadura en una hermosa sonrisa.
- Cállate, Alexis – dijo ella, bruscamente, auque sin poder dejar de mirar al adorable niño de profundos ojos azules y sonrisa arrebatadora que se sentaba en la mesa. - ¿Dónde están mamá y papá?
- Supongo que en la cocina- respondió él, encogiéndose de hombros y volviendo a sus deberes.- Ana ¿me podrías decir un sinónimo de “desconocida”?
- Incógnita- respondió ella, dejando su mochila y su abrigo sobre una mesa cercana.
Se detuvo para alborotar el cabello rubio de su hermano y estampó un beso en la ruborizada mejilla del muchacho antes de seguir por uno de los pasillos hasta llegar a la puerta de madera que daba a la cocina, donde debían de encontrarse sus padres. Las voces llegaron a ella con claridad a través de la madera y la muchacha no pudo evitar pararse en seco y escuchar furtivamente la conversación que sus padres estaban manteniendo en voz baja.
- Ya sabes, cariño, que si las cosas se ponen feas no podremos quedarnos aquí, será una ausencia larga y, lo mejor, es mandarlos allí- decía su padre, intentando convencer a su madre- Ana se lo pasará bien en Munich, tendrá a Fhyona y a Derek para jugar, y Alex podrá conocer algo de mundo.
- Pero ya sabes con es tu hermano Karl- protesto ella- Demasiado duro con los niños.
- ¡Por Dios, Elisa! ¡Si solo hemos ido a verles una vez!- exclamo Karl, por lo visto algo enfadado.- Las personas cambian y, de todas formas, ese viaje no lo harán hasta el próximo Enero.
- No sé, Karl, creo que sería mejor pedirles consejo a los niños y....-empezó a decir Elisa, pero su marido se lo impidió.
- No, ellos, irán a donde yo diga y se acabó- cortó Karl, sin dejar que su mujer dijera nada más. Para él, la discusión, había terminado.
El ruido de los cacharros y el continuo pasear de su madre arrastrando los pies por el suelo de la cocina le hicieron saber que sus padres habían decidido dejar la conversación aparcada, posiblemente para evitar una discusión acalorada justo antes de la cena. Anastasia se quedó paralizada frente a la puerta de la cocina, sin saber que hacer y sin saber qué pensar sobre la conversación que acababa de escuchar a hurtadillas y sobre la que, era evidente, no podía hablar. ¿Por qué sus padres planeaban mandarles con sus tíos? ¿A qué se referían con "si las cosas se ponen feas"? ¿A qué venía todo aquello? ¡Era una locura! Ella odiaba a sus tíos. Eran unos estirados radicales que odiaban todo lo que fuera diferente por miedo a que fuese mejor...unos estúpidos anclados en unos ideales arcaicos que ella no compartía ni quería compartir. Y su padre lo sabía. Lo sabía porque lo habían hablado a menudo, cada vez que su tío llamaba a casa para hablar con su hermano o para felicitar los cumpleaños de sus sobrinos. Toda aquella situación le resultaba absurda e irreal.
Al fin, después de tranquilizarse un poco y obligarse a fingir que no había oído nada, Anastasia empujo la puerta de la cocina y entró, dejándose embriagar por el olor del cordero asado y de las patatas que su madre estaba cocinando.
- ¡Hombre!-exclamo su padre, dirigiéndola una sonrisa sarcástica- Por fin un día que llegas a tu hora.
- Voy a necesitar ropa nueva, mama- dijo, mirando a su madre con una sonrisa en los labios y esperando que alguno de los dos le dijera algo.
- Cariño, mañana lleva a la niña de compras- consintió su padre, sin bajar la vista del periódico que leía.
- ¿Qué noticias hay hoy papa?- pregunto ella mirando la portada del periódico mientras observaba con el rabillo del ojo las expresiones preocupadas de sus padres.
- Lo de siempre. Estados Unidos ha jodido la economía mundial, pero ¿eso qué importa? mientras ellos puedan seguir comprando sus bonitos coches y puedan seguir comiendo, a los demás que nos parta un rayo.- dijo él, enfadado- Mientas tanto los alemanes nos hundimos en la mierda, pero, claro, aun tenemos que pagar las puñeteras deudas y las malditas reparaciones de la guerra.
- La verdad es que Guillermo II tiene gran parte de culpa en esta situación, ¿no?- aventuró ella, mirando a su padre con unos brillantes ojos azules.- Si no nos hubiese metido en una guerra inútil, ahora no estaríamos en la miseria.
- Vaya, vaya... ya estás otra vez con esas ideas revolucionarias.- dijo Karl, sonriendo abiertamente ante las ideas políticas de su hija.- Me dirás ahora que lo conveniente hubiese sido firmar un tratado con los ingleses, ¿verdad?
- Nos hubiéramos evitado una guerra inútil, ganarnos enemigos, arruinarnos y, para colmo, perder a parte de la población.- respondió ella volviendo a mirar el periódico con interés.- ¿Y qué dicen sobre el gobierno?
- Gilipolleces...
- ¡Karl!- exclamó su madre, mirándole con reproche.- Haz el favor de evitar ese vocabulario delante de la niña.
- ¡Por Dios, Elisa! Es la verdad.... ¿cómo quieres que lo diga? El periódico dice gilipolleces.- repitió él alargando intencionadamente las sílabas y haciendo que su esposa suspirase resignada.- Ese imbécil de Hindenburg no sirve ni para atarse los cordones, pronto meterá la pata hasta el fondo, ya verás.- dijo, mostrando el periódico como si hablase con un multitud.- Y los periodistas no hacen más que lamerle el culo.
- ¿Y Hitler?
- No se sabe nada o la gente ha decidido olvidarlo.- suspiró él, mirando a su hija con cierta tristeza.- Ese inútil de Hindemburg... Espero que no se le ocurra meter a ese enano bigotudo en el gobierno.
- Sería estúpido por su parte.- comentó ella, mirando detenidamente la foto de Hindemburg.
- Tampoco es que nuestro adorado y benedictisimo presidente sea demasiado avispado... confundiría una cabra con una oveja.- sentenció él, haciendo que su hija estallará en carcajadas.
- Bueno, papá, no todo el mundo tiene la suerte de saber distinguirlas.
- Si os parece, podríais dejar de hablar de política y empezar a preparar la mesa.- protestó Elisa, mirándoles con cara de mal genio.
- ¿Has visto, Ani? Tu madre nos prohibe expresar nuestras opiniones políticas en la cocina.- dijo Karl, llevando chistosamente sus manos al cielo.- Estamos en territorio enemigo.- comentó, lanzándose sobre la pobre Elisa, que reía mientras intentaba quitarse de encima al gigante castaño mientras le golpeaba con ternura con el cucharón de madera destinado a remover la cena.
- ¡Karl! ¡La cena! - dijo con voz estrangulada la mujer, mientras intentaba que su marido dejase de hacerla cosquillas.- ¡Se va a quemar, bruto!
- Si es por la cena...- susurró él, dejándola libre.- Habremos de liberar al enemigo y firmar una tregua.- sentenció Karl, sonriendo, y mirando a su hija.- Vamos, Ana, pondremos la mesa mientras tu madre lucha por salvar nuestra cena.
En el comedor Alexis seguía enfrascado en sus tareas oyendo como particular banda sonora las noticias que un locutor de voz amarga repetía, casi con monotonía, todas aquellas alabanzas que se podían leer en los periódicos del día. La cosa cambió al aparecer en el salón Ana y su padre, Alexis guardó sus tareas y ayudó a poner las mesa, mientras su padre se esforzaba por buscar una emisora en la que se retransmitiera algo “que se salga de lo absurdo”, tal y como anunció Karl con cara de pocos amigos. Por fin, encontraron algo... una emisora en la que sonaba un fabuloso vals.
- Venga, Ana, te enseñaré a bailar un vals como Dios manda.-dijo Karl, cogiendo a su hija de la mano y guiándola por el salón como un experto bailarín mientras el pequeño Alexis continuaba repartiendo los cubiertos que ella había dejado abandonados.
Dieron vueltas y vueltas por el salón, mientras la música seguía sonando...mientras Alexis reía y aplaudía con alegría...mientras su madre cocinaba en la cocina... y todo parecía perfecto. Poco o nada sabían ellos de lo mucho que cambiarían sus vidas. Aquella escena familiar idílica pasaría al olvido y sólo quedaría espacio para reproches, lágrimas y lamentaciones, mientras aquella sala desbordante de calor y alegría se iba sumiendo en la fría oscuridad del olvido.
En Enero de 1933, Ana y Alexis prepararon sus maletas con semblantes entristecidos, preparados para abandonar su hogar y separarse de su familia durante un tiempo indefinido. El poder del partido nacionalsocialista, que ya manejaba el gobierno a su antojo, se había extendido con rapidez y sus padres habían entrado en el punto de mira del partido. Habían dado opiniones demasiado duras sobre el líder del partido y nunca se habían escondido, incluso se habían atrevido a publicar un pequeño boletín en el que se informaba a la población de quién era el verdadero presidente de Alemania. Ahora sus palabras les habían convertido en enemigos políticos y eso significaba que sus vidas corrían peligro en la que había sido su ciudad natal. Su país, podrido por ideas revolucionarias y subyugado por la política manipuladora de un hombre lleno de resentimientos, les daba la espalda y sus vidas dependían de las ideas radicales de un joven alemán infectado por el resentimiento y el miedo.
La noticia de la separación la habían dado un par de meses antes. Nunca olvidarían aquel día, porque todo lo que creían y esperaban había quedado sepultado bajo el peso de la noticia. Sus padres se iban del país y les dejaban allí, solos, con la única compañía de aquellos tíos casi desconocidos que vivían en Múnich y apoyaban abiertamente la nueva política de violencia y sumisión. Lo habían dicho con tranquilidad, durante la cena, mientras su madre servía la comida y la radio dejaba sonar los acordes de una sinfonía.
Siempre recordaría la cara de su madre, demasiado pálida y con las ojeras marcadas en un rostro que normalmente siempre mostraba una alegría inherente a la personalidad de su madre. La sonrisa había quedado velada, y los labios aparecían apretados dibujando una fina línea que más parecía una raja que unos labios de mujer. Y su padre... Ana había notado los cambios, pero no había querido verlos con claridad hasta el momento en que su padre carraspeó en un intento de llamar su atención y, al mismo tiempo, sacar el valor suficiente para decir esas palabras que le iban a perseguir durante toda su vida. Estaba pálido y ojeroso como su madre, pero él había perdido más peso e incluso su pelo se veía menos lustroso que antes. Había envejecido en poco tiempo y ella sospechaba la causa. Se lo había escuchado a sus compañeras de clase, incluso había recibido algunas amenazas que nunca mencionó en casa para no preocupar a sus ya desesperados padres. Traidores Esa palabra se repetía todos los días, en boca de diferentes personas, pero siempre refiriéndose a ellos, a su padres. Esos mismos padres que habían educado a muchos de los que ahora les insultaban, habían cedido alimentos a los pobres que ahora les escupían y habían acogido en su casa a muchos de los que ahora pretendían matarles. El mundo se había vuelto loco.
Ya sabía lo que iba a decir su padre incluso antes de que lo dijera, incluso le comprendía y apoyaba su decisión, pero no podía evitar sentir un cierto resentimiento ante sus padres y, lo que era más doloroso, un profundo sentimiento de abandono ¿Cómo podían dejarlos así? ¿Cómo podían irse a Estados Unidos y dejarles a ellos en un país cada vez más peligroso y descontrolado políticamente? Pero nada pudo convencerles... ni sus súplicas ni el llanto de Alexis ... Nada.
Ana aún recordaba con dolor la última noche que pasaron en casa y la última conversación que tuvo con su padre antes de que sus vidas cambiasen por completo, antes de que la familia muriera por siempre. Lo recordaba perfectamente, Alexis había subido a acostarse bañado en lágrimas y con sus preciosos ojos azules enrojecidos de dolor; su madre le había seguido, cogiéndole en brazos nada más llegar a la planta de arriba; y ella se había quedado a solas junto a su padre.
- ¿Por qué os vais?- preguntó ella intentando controlar su enfado, su resentimiento... su dolor.
- Las cosas ya no son como eran, pequeña.- contestó él tristemente.- Hinderburg va a nombrar canciller a Hitler... ¿sabes lo que significa?
- El país se hundirá en la mierda.- murmuró ella, preocupada ante aquella perspectiva.
- No, hija, el país en sí será una mierda.-corrigió él con abatimiento.- En cuanto Hitler entre en el gobierno, Hinderburg se convertirá en una marioneta sin poder y los que trabajábamos para el Estado no tendremos escapatoria.
- Una caza de brujas.- susurró ella conmocionada ante aquella noticia.- Pero... ¿por qué no podemos ir con vosotros?
- Hija mía...- suspiró él, demasiado cansado, demasiado demacrado para soportarlo más.- resultaría increíblemente sospechoso que toda una familia trabajadora del Estado Alemán se fuera a Estados Unidos justo cuando las cosas se ponen feas... ¿entiendes? No tardarían nada en deportarnos de nuevo... en detenernos o... mil cosas más.- explicó él, mirándola con un inusitado cansancio en aquellos ojos azules.- Con tus tíos estaréis a salvo, ellos son miembros muy importantes del partido nazi y os protegerán.
- ¿Nazis? ¿Pretendéis dejarnos en una familia que apoya a Hitler?- preguntó confusa.- No podéis...
- Cariño... entiéndenos... por favor
- ¡No! ¡No quiero ni puedo entenderos!- gritó ella, subiendo atropelladamente a la habitación y dejando a su padre allí abajo, sollozando como ella jamás lo había visto.
Sus manos temblaban y, sin quererlo, había empezado a llorar. No podía entender el comportamiento de su padre. No podía entender cómo se podían alejar de aquella manera de su familia... y entonces comenzó a odiar a Hitler y a sus seguidores, sin sospechar el dolor que estos le causarían en un futuro no muy lejano.